Los primeros en llegar pasean por los andenes, ansiosos por la llegada del tren. Entre ellos, grandes grupos de estudiantes con perfiles diferentes y con expresiones muy variadas. Algunos rebosan de alegría, otros agobiados comparten conversaciones con sus compañeros de estudio y el resto prefiere sumergirse en su propio mundo desconectándose de la rutina con música en sus oídos. A pesar de sus divergencias, todos tienen un objetivo común: llegar a su destino, para algunos más lejano que para otros.
A medida que pasa el tiempo, el aforo de la estación se amplía. Aparecen personas con rostros desconocidos que se desvanecen de la memoria con gran facilidad, jóvenes que deambulan perdidos sin ningún rumbo fijo y optan por preguntar a algún pasajero, veterano en la materia, la manera más fácil de llegar a su destino final o atrevidos que desafían a los chalecos fluorescentes de seguridad, saltándose la norma.
De repente, en la lejanía se observa una luz esperanzadora que provoca la inquietud y el movimiento de la multitud. Segundos más tarde, el viento azota los rostros de los futuros pasajeros; es un tren sin parada. Sin más remedio, se espera la llegada del siguiente tren, que por megafonía se informa que llegará con retraso.
Finalmente el convoy llega a la estación. Con gran rapidez y desenfreno, la avalancha humana entra en su correspondiente vagón. Ahora sí, la felicidad vence al cansancio acumulado durante toda la jornada.El tren tan rápido como ha llegado, ahora se marcha. Se esfuma en un par de segundos, cuando de nuevo un grupo de jóvenes corre ansiosamente intentando alcanzarlo, esta vez sin éxito. Es así como se cierra este ciclo de espera, llegada y huída. Una rutina diaria y continúa, que de nuevo vuelve a empezar.
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